Escribo esto con humor para que
me sirva de catarsis y tratando de reflexionar a ver si no sigo por el camino
que voy.
Siempre nos quejamos que los
niños no traen manual de instrucciones. Pues mira, no traerán, pero algún chip
interno se activa y lo logramos. Pasamos de ser un borracho de plaza a
un padre que asiste a las reuniones de representantes con un solo click.
Cuando tienes tu primer hijo
estás pendiente de cada detalle, sabes que no le puedes dejar solo, que no es
conveniente subirlo a sitios altos aunque tengan dos días de nacidos, que
siempre tienen que ir amarrados en el cochecito, que hay que sacarle los gases cada
vez que come… si te das cuenta, lo sabes todo.
Ahora bien, ese chip no se
reactiva cuando tienes un segundo bebé (no quiero ni pensar que será de un
tercero), pareciera que tu mente da por hecho que como ya eres mamá, ya sabes
qué hacer… y eso es un error tremendo porque resulta que se te ha borrado lo
básico.
Cuando nace el primogénito sabes
que tienes que protegerle y lo haces, tampoco hace falta mucha más información,
el tema va de cuidarlo bien. Proteger, proteger, proteger, es un mandato de la
biología que viene con fuerza indetenible.
Incluso, cuantas mamás hay que
pierden un poco la medida y siguen enjabonando a su niño aunque ya tenga
bigotillo, haciéndole papillitas para que no se atragante cuando tiene más de veinte
dientes? La verdad, se han visto cosas asombrosas en ese campo. La madre súper-protectora
es un personaje conocido para todos, o no?
La que cuesta un poco más
tragarse es a la contraria, la que mi amiga Ana llama la madrastrona, la que ya se entregó y de los mandamientos de proteger,
proteger y proteger, sólo le queda el primero y deslavado.
Mi bebé Andrés es un niño
especial, obvio. Cada uno tendrá el suyo,
eso se entiende, pero como este Blog es mío aquí los especiales son Pablo y
Andrés, es lo natural. El caso es que,
de verdad, no se puede pedir más de un bebé. Duerme toda la noche desde los dos meses, come como un bendito, más bien como si cada
comida fuera la última, crece como un gorilita (percentil 90 de peso y
altura, estamos buscando al alto de la familia, porque Ricardo mide 1.70 y yo
no llego al 1.60), no llora nunca y eso que Pablo le da unos abrazos que son
para arrancar gemidos.
A veces se da un cocazo con su
hermano y ves que lo mira a ver si hay que llorar, por supuesto el otro llora y
con razón porque hasta chichón les sale y ya entonces él también llora, más por
solidaridad que por otra cosa.
Muere por los juguetes de Pablo y
a veces logra trincar alguno hasta que Pablo lo pilla y se lo quita con un
argumento de peso “porque Iron-man no es
para bebés” entonces Andrés le suelta una sonrisa como si nada y agarra su
maraca de toda la vida, que es lo que tiene a mano.
Es un bendito, lo digo en serio.
A lo mejor cuando crezca la cosa cambia y me enloquece pero por ahora…
Cuando
vamos a salir, actividad que en casa es desorganizada por defecto, lo dejamos
sentado en la entrada, junto a la puerta, para que no se nos olvide, entonces nos
ponemos la chaquetas, miramos que esté la pañalera, jalupeamos a Pablo que
jamás está listo, apaga tú las luces, no encuentro las llaves, agarraste un
tetero? dejaste puesta la lavadora? cien veces para acá y para allá y todo
pasándole por arriba al pobre bebé que está ahí, sentadito, esperando
y mirando el desastre sobre su cabeza. Encima se ríe.
Con Pablo me puse de librito y
cuidé que todos le dijeran Pablo para que el niño fijara su nombre y modelara
su identidad y esas cosas.
A Andrés, Pablo le puso
sobrenombres desde antes de nacer y lo dejamos hacer. Primero quería que se
llamara Rayo Naya McQueen, idea que afortunadamente olvidó. Cuando nació, le
compuso una canción para que no llorara que reza tal que: -Samosito,
cascabito, que te duermas muy bien… No rima, no hay que buscarle la vuelta,
es así.
A partir de ahí, le empezó a
llamar Samosito y Andrés responde a
ese nombre, también le llamamos con la
abreviatura Samo. Sigue la variable Andru, y ahora Pablo a veces lo llama Pepe, no sé con qué origen. El caso es
que Andrés no tiene idea de cómo se llama.
Él es Samo, Pitiflú,
Churinfunflais, Pinchilompis, Pinchiponchi, Andruchi… La situación es tan
límite que Pablo, para no quedarse atrás, se puso un sobrenombre él! Se empezó
a autodenominar Sanfusete. Ahora nadie
sabe quién es nadie. Pena de madre…
Mi Pitiflú está en una edad deliciosa,
nueve meses, dos dienticos, sonrisa fija, gorgoritos permanentes en plan mamamama, papapapa, o ayayayayay, que es cuando sufre, porque
poco a poco y en vista de la poca atención que recibe ha montado un performance
y se lleva las manos a la cabeza mientras dice –Ayayayay… Lo único que ha ganado el pobre angelito es que ahora
también lo llamemos Raúl, por Raúl
Amundaray.
Andrés no sabe que a los bebés
que no caminan se les carga, él es más bien rastrero. Además, con lo que pesa,
no hay de otra, ha llevado suelo el pobre desde que empezó a ganar kilos. Lo
cargamos para trasladarlo de un lugar del suelo al otro y poco más. Digo a mi
favor que Andrés es un niño de 9 meses y 10 kilos.
La maestra me dijo que era el más
simpático de la clase, pero que ninguna de las profesoras lo quería cargar. Las
entiendo porque son todas flaquitas, si yo que soy más bien robusta no lo hago,
como para exigirle a alguien nada.
Se me olvida hasta cambiarle el
pañal, y él es tan superviviente que hasta el culito lo tiene más resistente.
Si a Pablo le hubiera dejado tanto tiempo con el pañal aún estaría en
tratamiento para recuperar la piel quemada.
Es difícil esto. Por un lado
tengo un bebé que creo que es grande y por el otro un niño grande que
enjabonaría hasta el día antes de su matrimonio.
Mi cerebro no entiende que el
chiquito es chiquito y el grande es grande. Yo no quiero que Pablo crezca y
como tiene celos, estoy todo el día detrás de él para que no lo resienta y se
ponga rebelde (que ya está) y por el otro lado me creo que Andrés es
grande y me olvido que tiene nueve meses y dos dienticos.
Dicen que las comparaciones son
odiosas, no pretendo comparar a mis hijos si no a mi como mamá, que es a la que
cuestiono. Siempre tuve sentimiento de mala madre, pero después de tener a
Andrés estoy comprobando que un poco madrastrona sí que soy.
Para cotejar un poco, Pablo
utilizó su cochecito de bebé hasta los nueve meses, fecha en que por un
intempestivo viaje a visitar las tías a París, lo cambiamos a la “silla de paseo”, que para
los que no lo saben, se trata de un coche como de juguete, una lonita sostenida
por cuatro palos, cero amortiguación, no tiene acolchaditos, nada, es una
hamaquita con ruedas. Me daba pesar verlo ahí, tan chipilín y puestito en la hamaquita. De
verdad que lo hice sólo porque aquel viaje implicaba subir y bajar de casa de
mis hermanas en un sexto piso sin ascensor.
A dónde se fue ese remordimiento con
Andrés? Pues no sé, porque cumpliendo los seis meses lo pasé a la silla de
paseo y vendí el coche anterior el mismo día, evitándome así posibles
arrepentimientos.
Eso es un pequeño ejemplo, pero
tengo para aburrir
Las vacunas de Andrés van con dos
meses de retraso siempre, la de los dos meses a los cuatro, la de los seis a
los ocho y así… cada vez que lo llevo tengo que escuchar la cantaleta de la
enfermera diciendo que las vacunas tienen unos tiempos y las madres son las que
deben saberlo y bla bla bla… Es una antipática de mierda pero tiene razón.
La Introducción de alimentos?
Bueno, bueno, ahí sí pueden alucinar… con Pablo la pediatra me dio un listado
de los alimentos que debía ir introduciendo, uno por uno, para ver si el niño
tenía alguna alergia y porqué la cosa tenía que ser paso a paso para ver el
tema de las tolerancias y tal. Yo puse ese papel pegado a la nevera y era el Credo.
Instrucciones paso a paso sin saltarnos
un mes ni un día… Cumplió cuatro meses? “introducimos” cereal con la leche sin
gluten y ya no recuerdo cuantas chorradas más hicimos. Hora de empezar los sólidos? pues vegetal a vegetal,
sopitas caseras de mamá por supuesto, ahora a probar zanahoria, después brócoli
y así todo, pooooco a poco….
A Andrés? Pues se me olvidó darle
sólidos. Le habría seguido dando un tetero detrás de otro de no ser por la maestra
que me preguntó un día si yo no pensaba darle otra cosa jamás, que todos los
otros bebés de su clase ya comían verdura, carne, frutas y este pobre pasaba
más hambre que un gato callejero. Claro,
ahí me entró la prisa con remordimiento y me tiré unos combinados del tipo
bueno, vamos a ver si no eres alérgico a las patatas con calabacín y cebolla
rehogada, etc… pobre, como le diera alergia, iba a tener que descaminar lo
avanzado.
Con las frutas más de lo mismo,
me las inventé… resulta que hay que darles pera, manzana y plátano (cambur) y
allá que fui yo y le di de una su gran mango. La pediatra me dijo sutilmente, - claro seguramente en tu país es más
normal, pero aquí dejamos las frutas exóticas para más adelante-. Qué momento! me sentí indígena auténtica con
plumas, collares y todo. -Doctora, no se trata
que sea extranjera, es que soy una bestia parda...-
Y así va el pobre Andrés,
surviving me, porque no es que tenga que superar la infancia, que ya es
peligrosa de por sí, es que tiene que sobrevivir a su madre, que ya creo que
tiene dieciocho y está estudiando para sacar el permiso de conducir.
Cuando tenía nada más que cuatro
meses nos tocó el verano y nos fuimos sobrados quince días a la playa. En ese
viaje, ya no solamente tenía de punto de comparación a Pablo, si no a Aitana,
la hija de unos amigos queridos, que se arriesgaron a compartir su verano con
nosotros. Aitana tenía poco menos de un año y su mamá llevó y tomó todas las medidas
y precauciones que me pusieron frente a los ojos una realidad cruda: mi bebé
estaba indefenso en este mundo.
Para incrementar el desorden, al
viaje se vinieron mis dos hermanas, que son de alta ayuda y se comportan como
unas tías de libro. Claro que no hacen lo que no ven, porque no son mamás, son
tías.
Constantemente se me olvidaba el
tetero (me prestaba uno de Aitana) la sopita de verdura (le comprábamos una de
pote en la gasolinera) y así pasaban los días. Por supuesto que lo bañamos en
el agua helada, ni que decir… lloró como el que más, pero al agua fue. No se
bañó más porque el agua estaba tan fría que yo no me quería meter.
La salida de la casa a la playa
nos llevaba un buen rato, revisar todo, preparar la comida para llevarnos, las
toallas, los protectores solares, los paraguas, la palita y el cubo de Pablo.
Mi amiga llevaba una la carpita para que a Aitana no la abrasara el sol, artilugio
que yo que ni me planteé comprar ni pedir prestado ni nada y sólo sirvió para
incrementar mi sentimiento de mala madre.
Un día, después de un buen rato
de “alistarnos” para salir, parecía que lo lográbamos. El paso final era cerrar
las veinte puertas de la casa, revisar que las luces de dentro estuvieran
apagadas, la de fuera prendidas y adiós. Ricardo cerró toda la casa, se montó en el carro y cuando ya retrocedíamos,
mi hermana Candelaria, que por fortuna iba sentaba entre las dos sillas de niños
en el asiento de atrás, se percató de lo inevitable en este caos:
-Andrés no está en la silla-
-Coño! Andrés! Verdad!!! Ay mi niño, que está dormidito en su cuna…
(y la justificación de lo injustificable) -Claro,
si no lo ponemos en la puerta!
Cuando empecé con el Blog, en uno
de los textos le conté a mi hijo grande, con mucho cargo de conciencia, que
cuando supe que lo tendría me dio por llorar y no de alegría. Creí que si algún
día leía este escrito, estaría grande y sabría comprender. Lo que realmente
espero es que pase olímpicamente de leerlo, como hacen los hijos con las cosas
que los papás hacen, la naturaleza es así.
Ahora escribiendo sobre Andrés,
me doy cuenta que, en el mejor de los casos, a Pablo le va a tocar consolar a
Andrés y decirle que madre solo hay una y no se puede escoger!