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¿Qué pasó con mi paciencia?

Se fue de mi vida

La tuve y podía incluso presumir de ella. De pronto se fugó, se escondió, no la vi más, no volvió a aparecer ni en los momentos difíciles.

El asunto quedó al descubierto con el tema del segundo hijo. Cuando te embarcas en ese segundo embarazo que (casi) todo el mundo planifica, nunca antes, empiezan a caer los consejos por todos los lados. 

Estaba hasta el gorro de las advertencias que me llegaban sobre el presunto delincuente por nacer  -ahora si vas a saber lo que es bueno…-  Eso venía en modo aviso con morbo. 

Yo veía a mi primogénito, que roza la santidad, y guardaba paciente silencio mientras me repetía como un mantra para convencerme a mí misma, va a ser un delincuente, pero yo lo voy a querer así, sabré manejarlo, tendré paciencia….

Yo todos esos consejos-comentarios maliciosos que me daban, me los creí porque sí, porque  soy crédula en general y desde que soy mamá me lo creo todo y más si viene de otra madre así me lleve solo seis meses de adelanto en la materia. Cuando una mamá equis me dice: -Es que a los 6 años y 3 meses empiezan a vomitar todas las noches... eso es así…- aunque suene a mentira cochina me lo creo y me planto en el principio de que si lo dice, por algo es.

Otros padres de dos a nuestro alrededor nos advirtieron que la vida se descontrolaría con el segundo, y que sería un bicho garantizado. Les creímos, siempre les creímos.
Llegada la hora nos fuimos al hospital para el arribo del “el segundo Tsunami”  .

Estábamos esperando a nuestro pequeño Caín con ilusión. Ya sabíamos lo que venía, no iba a ser un santo varón como el otro, pero lo querríamos y ya lo resolveríamos.

Pero el tema con la paternidad es que nunca te sale como pretendías o como planeaste, eso está escrito en las tablas de la ley. Ser padre es una función que juega constantemente a despistar a los interesados. En esas condiciones fue como nació  nuestro pequeño monstruito que resultó ser un pan de Dios.

Estaba totalmente desconcertada, esto no era lo esperado: -¿tú no el eras malo?, ¿no llorabas más y te portabas peor? Hey!, ¿qué pasó contigo!!!  Nada… Un santo.

Un gordito rozagante que no lloraba jamás, ni cuando se nos olvidaba en la cuna y notábamos su ausencia al llegar al carro. Nunca, no se quejaba, siempre contento con lo que sea, ¿qué pasó?

Tardé bastante en confiar en mi suerte. Soy crédula pero no tonta, esperaba atenta el momento del cambio:  -Cuando camine… hum, verás!-. –Ay, cuando hable, ya te darás cuenta…-

Teníamos dos hijos que se portaban demasiado bien. O éramos los padres del año o la vida nos estaba tendiendo una trampa y nos esperaba agazapada en alguna parte para darnos un golpe bajo.

En efecto. No somos los padres del año, estamos más bien en el grupo de la media que tenemos un primer hijo que es buenazo, hace sus deberes, hace relativo caso, se asusta cuando te enfadas, te tiene un mínimo de respeto, entiende que la autoridad eres tú. Y tenemos otro hijo, el segundo.


Una vez que descubres que la naturaleza esperaba a que bajaras la guardia para darte el bofetón, descubres que el patrón se repite incesante en el resto de las familias. No eres ni único ni anormal ni privilegiado.

Ves a los lados y te das cuenta que todo el mundo va cargando su paquete doble, el buenazo y el saltimbanqui.

Una amiga mía tiene una segunda hija que sencillamente no puede estar en un mismo sitio más de tres segundos, su pequeña va por la vida como saltandito, pin pin pin… Así el día entero. Cuando estás un ratito, bueno, pues muy bien, es una niña inquieta.  Cuando te pasas un día con ella, quieres gritar. ¿Qué es esto? La madre que la parió! Entiendes claramente que los niños sólo pueden ser criados por sus padres.

Tú miras con horror la vida de tu amiga y al segundo te das cuenta que ella mira con espanto la tuya. Y es que cada uno tiene que llevar lo suyo con ese amor a prueba de balas que Dios te dio para soportar los reveses del segundo hijo.

Yo no tengo más de dos, y no sé si seré capaz de tenerotro porque ignoro qué papel juega el tercero, no tengo información y si la busco fijo que me arrepiento.

Mi segundo se mantuvo bajo su disfraz de santo durante unos tres años, después apareció su verdadero yo que hizo que mi paciencia, que hasta hace poco era la envidia de alguno, agarrara su maleta y se fuera, se diera de baja, pidiera su aguinaldo, antigüedad y adiós.

En general puedo decir que soy sosegada, aguanto sin gritar, me altero como cualquiera, pero respiro y retomo. Una es así, decía yo. Resulta que ahora, a mis a mis treinta y ocho, he conocido el ataque de ira. Así, como en las películas: ataque de ira. De esos que los psicólogos tratan con pastillas.

Hoy reconozco que la otrora reina de la pausa, esta menda que les habla, se ha encerrado en el baño a gritar. He dado golpes a las paredes mientras lloro gritando. ¿Cómo les parece?

He experimentado la sensación de morderme los labios con rudeza de la rabia, de apretar mis manos una contra otra e incluso de tirarme del pelo. Si, esa expresión tan simpática de “tirarse del pelo”, sabes? Pues yo me he jalado mi propio pelo tratando de controlarme.

Nunca me había pasado, lo prometo… me habían pasado innumerables cosas que hubieran podido generar esa reacción: enamoramiento sola, cuernos, despedidas, despidos, choques de carros, imbécil diciendo baboserías, agarrada de culo en discoteca.  De todo.

Con cualquiera de esas situaciones podría haber dado un puño en a la pared y santo remedio.

Cuando tenía dieciocho años, mayor de edad y de aquel domicilio, me apunté de viaje a Nueva York con unos amigos. Pasajes, pasaporte, maleta y cuando me iba al aeropuerto mi papá me dijo: -¿A dónde vas tú? –Pues a Nueva York! –Hum… no, no lo creo… Resumo: no fui. 
Esto seguro que ya lo he contado el algún otro post, porque es, cuando menos, una historia de paternidad interesante. Bueno, no les parece este un momento digno de berrear en el baño o de golpear las paredes hasta sangrar? Sin duda alguna… Pero no.  Lloré como una magdalena pero nada de ira. Tenía tristeza, me sentía desdichada, lo que quieras pero no pensaba en agarrar por el pescuezo a mi padre y apretar hasta que reaccionara y me dejara ir.

¿Entonces qué? como la dueña de la paciencia y del buen proceder termina mordiendo la toalla para que los vecinos no llamen a la policía? ¿Qué ha pasado? Y cuando! ¿Cómo es posible que un enano que no llega al metro me ponga así? ¿Qué ha cambiado, que se descontroló? ¿Es hormonal? ¿Debería tratarme con un profesional? 

Mi segundo hijo hizo aflorar la loca que llevo dentro.

Mi paciencia se fue, me brotó esta agenda oculta que tenía dentro justo ahora que se supone que te tienes controlada a ti misma, que no a tu entorno. Yo, que estoy en esa edad en que las mujeres estamos seguras de nosotras mismas, que sabemos qué queremos cuándo y cómo. Yo soy así, cumplo bastante bien con lo que dicen los libros, y las publicidades de antiarrugas. Ya no me dan miedo las cosas, no me importa si lloro y me ven o si me río y no debía. Ya entendí que mi culo no es el que soñé y que no voy a pasar tres horas en el gimnasio para verme como quiero.

Lo tengo todo, menos la paciencia. Se la llevo el tsunami.